Y de repente el desierto. Un desierto desolador y árido de promesas y emociones entre este viento mordaz que todo se lo lleva. Polvo y arena mojada por estas incesantes lagrimas que todo lo abarcan y nada restituyen. Las manos en unos bolsillos despejados de toda una vida llena de recuerdos ausentes y palabras repetidas, huecas, sin brillo.
Así apuraba María ese último café de la mañana. El viento golpeaba el toldo contra el cristal. Las gotas resbalaban como letanías de lágrimas sostenidas por un espeso sentir que no las dejaba volar. Y aunque cada mañana repetía el honorable placer de unas letras con ese negro fondo de café, estos sorbos de hoy tenían un color demasiado amargo. Quizás había dejado reposar demasiado esos posos que algunos días antes de poner sus monedas encima de la barra le habían leído el futuro. Quizás sólo fueran delirios e intransigencias que ella misma se imponía.
Salió de manera repentina, huyendo de ese lenguaje excelso que en un inquieto “mas allá” siempre habla de él. Prefería abandonar a toda prisa el escenario de aquel temido soliloquio consigo misma, que sugerirse un tarot dormido, unas manos caídas o una fiesta de arcanos sin gracia ni esperanza. Y aunque el truco siempre esta en que el futuro lo construimos nosotros a ella no le gustaba que le tocaran sus emociones.
Salpicó los pies entre los charcos. Hundió sus tacones en ese reflejo inquieto que dejan sus pasos cuando firmes y violentos caminan con determinación. Y solventó de un plumazo esa ñoña postura de repensarle con el café de la mañana, como si fuera a sobresaltarle un beso en el cuello, un buenos días arrastrado por ese olor a sabanas compartidas. Como si él volviera aunque solo fuera un segundo a hacerle la vida más vida.
Entró en el coche. El pelo mojado y la falda atascada entre las piernas. Recogió sus medias hasta el limite de la soltura para poder pisar el embrague y aceleró con rabia y sin prudencia. Se había dado cuenta de que la prudencia le había servido de muy poco a estas alturas.
Como cada día, entro en su despacho. Encendió el portátil y espero a que Windows le marcara el ritmo de las horas. Abrió el correo y el imán de sus ojos vio solo el suyo entre un mar de notas.
Lo seleccionó y se lo llevo a la carpeta con su nombre. Allí descansaban decenas de ellos. Y allí seguirían hasta que dentro de mucho años ella fuera capaz de leer sin derrumbarse. Leer sin que la ansiedad y la tristeza fueran un coctel de vida tomado a la fuerza.
El viento se llevó las nubes. Un sol frio y limitado aparecía y se escondía entre las numerosas manchas que marcaban el cielo y le daban color. Pidió un café a su secretaria y se asomó a las ondas, a los posos, a los reflejos que de si misma sugería su amargo café.
A las ocho cerro el portátil. Apagó las luces de su despoblada oficina y saltó al vacío.
Nada se volvió a saber de ella.
Cambio de ropa, de tacones y de sombra. Se deshizo delicada y fugaz de tanta carga injusta e inmoral.
Y asombró a la vida con su determinada constancia. Nunca mas volvió la vista atrás. Nunca mas supo quien era y sobre todo, nunca mas supo quien sería.
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